RULETA RUSA

Justo Antonio Triana
Foto: AFP

Rusia, por sí o por no, ha tenido mucho que ver con Cuba a partir de 1962. Desde entonces, lo que ha sucedido allá ha guardado cierta relación con lo que ha sucedido en la isla, y todavía hoy, a pesar de sus diferencias políticas y económicas, podemos inferir similitudes, y comparar los modus operandi de sus gobiernos a la hora de manejar determinadas situaciones.

En la Rusia del товарищ Putin ya van tres médicos que se lanzan misteriosamente de la ventana de un hospital en menos de dos semanas: Natalya Lebedeva el 24 de abril, Yelena Nepomnyanshchaya el 1ro de mayo (día de los trabajadores oprimidos), y Alexánder Shulépov el 2 de mayo. Todos tuvieron algo en común: el estrés de enfrentarse a una pandemia sin los recursos necesarios, y la presión a la que fueron sometidos por parte de sus superiores —y muy probablemente, por los superiores de sus superiores.

Natalya Lebedeva, un día antes de caer al precipicio desde el hospital donde se encontraba recluida por sospecha de coronavirus, fue acusada de haber contagiado a su equipo de trabajo, achacándosele “irresponsabilidades” a la hora de desempeñar su labor. Fuentes cercanas a la víctima cercioran que esta reprimenda le provocó un grave desequilibrio emocional, pudiendo haber desembocado, eventualmente, en el suicidio. Nada raro hasta el momento.

Con Nepomnyanshchaya, sin embargo, comienzan a saltar las dudas. Fallece tras caer de un quinto piso, justo después de haber sostenido una fuerte discusión con el jefe del departamento regional del Ministerio de Sanidad, en la que se opuso a que el hospital recibiera más pacientes de coronavirus, puesto que carecía de recursos y personal cualificado para ello. Sospechoso.

Finalmente, Alexánder Shulépov se lanza desde el segundo piso del sanatorio en el que se encontraba recuperándose de la susodicha enfermedad, y se fractura la base del cráneo. Pero hay dos eventos principales alrededor de este hecho que nos hacen preguntarnos si en realidad fue un suicidio. El primero es que nadie con intenciones serias de suicidarse lo intenta desde un segundo piso; y el segundo —mucho más comprometedor— es que Shulépov, junto a su amigo tocayo Alexánder Kosiakin, denunciaron con un video en sus redes sociales que habían sido forzados a trabajar aún sufriendo la enfermedad. A pesar de haberse retractado del video pocos días después (lo que me parece aún más sospechoso), Kosiakin fue acusado de difundir fake news —lo que puede suponerle hasta cinco años de cárcel—, y Shulépov, como ya vimos, “decidió” quitarse la vida.

Ahora bien: o el clavado es la forma más popular de suicidarse en el país, o la Seguridad del Estado rusa debe actualizar sus métodos. La nueva KGB parece haber estado envenenando opositores por mucho tiempo: Vladimir Kara-Murza, Pyotr Verzilov y un largo etcétera al que se unió también Alexei Navalny, antagonista del “zar”, hace unos meses. Pero ya volvieron a hacerlo de la forma menos disimulada posible… y el abogado Nikolai Gorokhov, defenestrado forzosamente un día antes de testificar en la corte contra el gobierno ruso en 2017, es testigo de ello.

¿Y si los tres médicos en realidad querían suicidarse? Quizás el estrés de enfrentar una pandemia en silencio fue demasiado; quizás no se vieron capaces de lavar la imagen de un gobierno ineficiente; o quizás ese gobierno los “ayudó” a suicidarse porque de una forma u otra les resultaron incómodos. ¡Qué forma tan original de aplicar el Decreto 370!

Aquí todos sabemos cómo funcionan los gobiernos totalitarios. Es decir, todos sabemos que lo único que funciona en un gobierno totalitario es la represión. En China, los disidentes son enviados a campos de trabajos forzados e inscritos en una lista de espera para vender sus órganos. En Irán, una mujer puede ser condenada a 74 latigazos y 16 años de cárcel por subir a Instagram una foto sin velo. En Rusia, líderes políticos, abogados —o médicos— son envenenados, o “suicidados” cuando resultan demasiado incómodos. Y en Cuba, artistas contestatarios, periodistas independientes y opositores son amenazados a través de la aplicación de leyes y medidas coercitivas, ilegítimas y absurdas.

Si China, Irán y Rusia tienen algo en común (además de ser pintados en la televisión cubana como la cumbre del respeto a la dignidad de las personas) es que cuentan con los recursos y el poder necesarios para ejecutar instantánea y escandalosamente a cualquier grupo de individuos sin temer a las consecuencias. Cuba, sin embargo, no se puede dar ese lujo. No puede perder el escaso apoyo internacional que ha conseguido con tantos años de propaganda. De esta forma, los órganos represivos del estado cubano (empezando por el Partido Comunista) han creado una serie de decretos con el objetivo de censurar, o al menos disminuir, el creciente flujo de información que llega a los hogares del país, y sobre todo el que sale de estos a internet en forma de denuncia. Así, todo aquel que publica sus ideas, las difunde o las comparte, se arriesga a ser expulsado de su trabajo (como José Ramírez Pantoja) o a que le decomisen sus medios para trabajar (como a Nelson Julio Alvarez Mairata ; a ser amenazado y hostigado (como Rafael Almanza, a ser multado (como Camila Acosta), detenido arbitrariamente (como Luis Manuel Otero), e incluso encarcelado por delitos que no cometió (como Roberto de Jesús Quiñones).

Estos comportamientos medievales violan los artículos 3, 5, 8, 9, 10, 18, 19 y 20 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, y no sólo hacen que la revolución cubana (o cualquier otro gobierno) pierda la poca credibilidad que le queda, sino que precipita, incentivando el rechazo popular, un proceso de cambio inevitable en el país.
Jamás escucharemos de los tres médicos rusos en el Noticiero Nacional de la televisión. Y jamás escucharemos de nosotros si permitimos que nos lancen al abismo del silencio.

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