
📷 Henry Constantin
Obstinado de tanto encerramiento, decidí saludar algunas familias que antes de las medidas claustrales acostumbraba visitar a menudo. Tomé la moto y fui hasta la casa de una prima que siempre me ha recibido con alegre sonrisa y sinnúmero de atenciones. Pero en esta ocasión, luego de un lacónico y entristecido saludo con determinada descarga de lamentos económicos, no demoró en confesar que ni café tenía para ofrecerme: “en esta casa no hay nada qué comer ni qué tomar que no sea agua; no tengo café, el azúcar no me alcanzó hasta el final del mes; y de carne y arroz, ni se diga…”
El desequilibrio emocional de mi prima me conmovió muchísimo en mi corta visita; así que en busca de aires frescos llegué a la casa de una amiga de mi infancia, profesional retirada de la salud, ahora viuda, con dos hijas divorciadas y cuatro nietos párvulos. No pasé del portal, pues aquel cuadro humano que encontré me trasladó a “Dos viejos comiendo sopa”, una de las Pinturas Negras de Francisco de Goya: aquella abuela famélica, se ha echado encima –como tantas ancianas hoy en Cuba– la carga de sus hijas sin maridos que las sostengan, pero con nietos. Al notar mi preocupación por su enflaquecimiento, no reparó en declararme: “Aquí el almuerzo de hoy fue la bolita de pan del censo y un vaso de agua con azúcar, porque la cuota de leche no alcanza ni para los muchachos; mañana veremos, pues la última azúcar la consumimos hoy…”.
Con una doble carga negativa, llegué a saludar a un amigo joyero reparador de gangarrias, viejo cliente de cuando ejercí la fotografía. Desde que le cubrí el primer cumpleaños de su hijito estrechamos una amistad agradable. Me abrió la puerta con una sonrisa de oreja a oreja, un vaso de ron en la mano del que casi me obliga a beber y me contó que la madre del niño gestionó un pasaporte español gracias a sus ancestros, viajó de visita a la Madre Patria y nunca más regresó, dejando el niño a su cuidado. Me interesé por conocer quién le atendía al muchacho de solo once años y me soltó junto a una alegre carcajada: “¿Quién va a ser? ¡Yo mismo! Quiero que sea igualito a mí: un hombre macho”.
Al averiguar qué habían almorzado ese día me respondió: “¿Almuerzo? Guarapo, mi hermano. Mira: a la bajada del puente San Lázaro hay una guarapera Díaz-Canel; allí compré par de “balas” para el niño y para mí. Eso alimenta mucho, dice el presidente… y da un sueño rico…; por la noche te tomas par de vasos de guarapo y duermes riquísimo”.
El niño entró desde la calle en ese momento y el padre, autoritario, lo agarró por el brazo: “Toma, date un buche”. Atónito ante aquello le replico: “¿Estás enseñando a tu niño a beber ron? ¿No te basta con haberte convertido en alcohólico tú solo?” Y me responde: “¡Que se haga un hombre! Que se haga un hombre como su padre, que es capaz de soportar lo que sea con una sonrisa. Para nosotros no hay tiempos malos”.
Como ya es costumbre, después que el Sol se oculta por las tardes tras los altos muros de la iglesia Santa Ana, saco mi balance hasta la acera y disfruto mi película real: el ir y venir de mis conciudadanos tras sus necesidades cotidianas. A menudo llegan personas a saludarme, como sucedió ese día con mi amigo Pablo, que al notar la amargura en mi semblante se detuvo a preguntar los motivos. Le conté con sus puntos y sus comas este relato que acabo de escribir para ustedes. Él, sin meditar un segundo, reaccionó:
–¿De qué te quejas, hermano? ¿Faltan en tu casa el café y la buena alimentación?
–Claro que no me faltan, Pablo, porque todavía tengo recursos de reserva; pero me duele el pueblo hambriento y depauperado que no tiene esas posibilidades. Sobre todo el caso de ese niño, a merced de un padre alcohólico.
–¿Esa es la situación de tus hijos?
–¡Claro que no, Pablo! Mis hijas y mis nietos tienen un nivel de vida decoroso y aceptable aún dentro de tantas limitaciones; y sus conductas están acordes con las religiones cristianas. Para eso supimos educarlos. Pero ese niño, Pablo…
Y me atajó con el más penoso de los criterios en la mente de tantos cubanos:
–Entonces, deja que el mundo se caiga a tu alrededor. Si tú y tu familia no padecen algunos de esos males que viste hoy por la tarde, cambia esa cara y olvídate de las penurias ajenas. Bastante duro es ya nuestro batallar en el día a día por la supervivencia –remató.
En eso, por la plazuela de Santa Ana, en una silla de ruedas llevaban a un hombre, joven todavía, al que le habían amputado las dos piernas por encima de las rodillas. Una anciana lo conducía con gran esfuerzo.
–¡Mira –me dijo apenas se alejaron un poco– eso sí es lamentable! Ese infeliz está condenado de por vida a depender no solo de que lo alimenten, sino hasta de que le limpien el trasero. ¿Qué será de él cuando esa anciana madre se muera?
Solo entonces alcancé a refutarle:
–¿De qué te quejas, Pablo, si a ti no te faltan las piernas!
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