COTIDIANIDAD

✍️ Pedro Armando Junco
📷 Neife Rigau

Cuando, pasado el Noticiero de las ocho, salgo a la calle para llegar hasta la clínica, aparece ante mí la imagen de Pedro Páramo atravesando una calle de Coloma. Desde la plazuela frente a mi casa hasta Cisneros, la oscuridad, el silencio y la bruma redundan tan intensos, que se siente algo así como lo vivido por Juan Rulfo para escribir su espeluznante novela. Ante aquella falta de alumbrado público corremos el riesgo de pisar algún desagüe al que le fue robada la cubierta, lo que hace preferible caminar por el medio de la vía. A esa temprana hora de la noche ya mi calle General Gómez –una de las más transitadas de la ciudad– está desierta y no hay temor a que me atropelle un vehículo. Si acaso, a lo lejos se ve la tenue luz de alguna motorina que se acerca.

¿A qué voy a la clínica? A sellarme la muela que perdió el empaste. En la clínica estomatológica de la calle República hay un cuerpo de guardia permanente para atender al que llegue con dolor y quiera salvaguardar el molar que ha perdido su empaste. ¿Por qué todas las noches? Porque todas las mañanas, al cepillar mis dientes, el sellado de la noche anterior se cae, religiosamente, y me obliga a volver al dentista y soportar su maquinita fresadora. Es la única opción; porque allí –único sitio asistencial que hace este trabajo a esa hora en toda la ciudad– ponen curitas, pero no se hacen obturaciones definitivas debido a la ausencia de materiales; tampoco se extraen piezas bucales, pues no tienen anestesia disponible. Según los entendidos en el tema, las clínicas estomatológicas de Camagüey carecen por completo de bulbos anestésicos y material para empastes “debido al injusto, inhumano, unilateral y genocida bloqueo de los Estados Unidos contra Cuba”.

Desde la Plaza del Gallo, a unos pasos de donde estuve atendiéndome y vértice principal del cerramiento, no se divisa vida humana civil; solo algunos policías merodean las áreas restringidas. Desde ese punto parten los bulevares de las calles República y Maceo, hace algunos meses colmados de tiendas estatales y negocios privados, ahora clausurados. Lo peor es que se le hace creer a la ciudadanía que dicha clausura es por la covid-19, cuando en realidad es porque no hay productos a brindar en los comercios estatales. Acaso alguna tienda MLC permanece funcionando con moneda enemiga, pero también con pobres ofertas. Al intruso que averigua le responden otra vez que es debido a la «pandemia y al bloqueo».

Tras par de horas esperando el turno, por fin me atienden; pero mi regreso, pasadas las diez de la noche por el medio de la ciudad muerta, me traslada nuevamente a Coloma. La ciudad es pavorosa en su esencia humana. No hay un alma viviente a cuadras de distancia. Pienso entonces que tanta oscuridad y despoblado pueden incentivar los asaltos, porque el sitio y el momento propician el hecho, y porque la miseria en que está sumida nuestra sociedad es caldo de cultivo para que prolifere la delincuencia. Por el día, algunos de esos que venden productos ilícitos de primera necesidad diez veces más caros y sin garantía escrupulosa, pueden, amparados a su vez por la oscuridad y el despoblado, convertirse en truhanes agresivos y peligrosos. Da deseos de llorar admitir que una creciente parte ciudadana se vuelve proclive a delinquir con tal de resolver sus perentorias necesidades.

Llegar a mi casa con la nueva curita molar me reconforta, a sabiendas de que en el primer cepillado mañanero se desprenderá nuevamente. Y digo para mis adentros: “He cumplido en día; he realizado el ejercicio cotidiano que rompe un espacio de tiempo a esta inercia a la que estamos sometidos como reclusos, mitad por la pandemia y mitad por el secuestro de toda iniciativa individual que no sean las colas o cuestiones extraordinarias como estas”.

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