HACINAMIENTO Y DEMORAS: UNA EXPERIENCIA DE LA VACUNACIÓN EN CAMAGÜEY

✍ Pedro Armando Junco
📷 Cortesía de Marieta Junco

Hoy tuve el privilegio de recibir la primera dosis de Abdala en mi ciudad. Un local cercano a donde vivo fue “habilitado” como centro de vacunación, y a él tuve la fortuna de asistir junto a un primer grupo de convocados.

No podía faltar el debido protocolo burocrático: una mesa de recepción a la entrada del lugar, en la que te anotan tras la presentación del carné de identidad, te toman la temperatura con una pistolita térmica y te agrupan junto a nueve personas más; completado el cómputo de diez te pasan, juntos todos y en fila india, por un largo pasillo hasta una habitación relativamente pequeña donde esperan todavía los diez del grupo anterior.

En dicha habitación hay dos jóvenes estudiantes de medicina, ubicados en sendas mesas: uno te toma la presión arterial con un equipo eléctrico y el otro anota el resultado del primero para entregarte un cartoncito muy pequeño con la “máxima”, la “mínima” y el ritmo cardíaco del momento.

Veinte personas dentro de aquella pequeña habitación, imposibilitada de mantener la separación de metro y medio tan cacareada por todos los medios informativos, me provocaron tanta inconformidad que lo comenté con mi vecino de al lado, quien me respondió riendo:

–Quienes organizan esto, pueden ser ineptos y descuidados…, con tal de que sean “revolucionarios”.

Luego del tiempo hacinados hasta pasar por ambos requerimientos, te conducen a otra mesa, ya en el pasillo, y la doctora médico de familia del consultorio al que perteneces te toma la presión arterial nuevamente, anota los datos de tu carné de identidad por segunda vez y te envía para la siguiente habitación, al fondo del edificio.

Allí hay otro médico especialista esperándote y te pide el carné —de nuevo—, anota tus generales en otro pliego y te entrega un cartoncito mayor con las tres casillas que servirán para marcar la dosis actual y las dos restantes que te debes poner con 14 días de intervalo. Entonces, muy amable, te indica —¡por fin!— que vayas hasta la enfermera que te pondrá la vacuna.

Pero el protocolo no ha terminado aún. Desde allí tienes que pasar a un salón de espera en el que, durante una hora, dos jovencitas más vuelven a tomar tu temperatura, tu presión arterial, te piden el carné por enésima vez, anotan tu nombre en otro modelo y vigilan si has tenido alguna reacción adversa al medicamento.

Es un viaje de cuatro horas de aventuras; pero vale la pena por tal de superar el estrés diabólico que nos corroe a diario, encerrados dentro de nuestras casas.

Lo que no debo pasar por alto en esta crónica es el urgente recordatorio a las autoridades de salud competentes, de que el encerramiento de varias personas dentro de ese local, lejos de prevenir el contagio, es el campo más propicio para el esparcimiento del virus; que no miren esta advertencia como una crítica enemiga y que tomen las medidas de prevención necesarias para que, en caso de que un paciente llegue contaminado al grupo, no propague la enfermedad entre los asistentes saludables, cuyo objetivo es, precisamente, buscar la inmunización prometida.

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