
✍ Mario Ramírez
📷 Facebook/ Freddys Nuñez Estenoz
Cuando salimos del teatro, rozando la medianoche, un policía bailaba la música subversiva que inundaba la plaza, mientras adentro gran parte del público celebraba el estreno de la obra, un éxito local, retratándose con los actores que minutos antes había visto bajo la piel dolorosa de, como definió Dostoievski, hombres y mujeres del subsuelo. O quién sabe si desde el descubrimiento del novelista ruso, que poseía un profundo don dramático, no hayamos sido otra cosa que habitantes de ese mundo que aspira a socavar nuestra dignidad humana. Sin embargo, el policía bailaba, las personas reían después del espectáculo que arrancó emociones diversas y los actores se deshacían de sus máscaras para mostrarnos unos rostros reales, embellecidos por las casi tres horas de defender con su arte lo que fuera de la escena otros insisten en manipular o tirar a un lado: la verdad.
Así lo dijo explícitamente el director de la obra y de la agrupación Teatro del Viento, Freddys Núñez Estenoz: “no estamos de ningún lado, estamos de parte de la verdad”. Y la verdad es siempre una osadía en el subsuelo que es Cuba, sobre todo si se grita a los vientos de un teatro que nos viene acostumbrando a las alturas. Este fervor del dramaturgo le ganó la detención tras las funciones, pues al parecer a algunos oficiales les resultó molesta, entonces, la música de “Contar la vida, la escena como un documental”, cuya banda sonora no añade demasiados decibeles al grito de civismo que ya contiene la representación.
Luego de que el régimen impidiera por los métodos más bochornosos las manifestaciones que la ciudadanía había previsto en noviembre, el arte vuelve a asumir en sus hombros el reclamo de la sociedad, nada menos que en Camagüey, epicentro de las tradiciones jurídicas y de luchas sociales en el país.
Teatro cívico que explora en los nacidos en la isla la condición necesaria para el alarido, el testimonio, la anunciación de la persona que añora encarnar en la dignidad plena que le ha sido negada. ¿Que no hay espacios para alzar la voz en la realidad asfixiante del cubano? Pues el teatro los inventa. ¿Qué tiene que ocurrir en sus vidas, qué límite de lo humano es imposible rebasar para que hablen estas criaturas, convertidos en verdaderos activistas que deslizan sus demandas por el atanor de la escena, frente a una cámara ficticia y ante un público que los mira como en un espejo?
Una mujer sumisa e insatisfecha sexualmente, un paciente de SIDA bisexual, una cantante que hace de «mula», un travesti, una lesbiana, un lisiado y ciego veterano de la guerra de Angola, una ex filóloga emigrante, una estudiante universitaria manifestante del 11 de julio, la directora del documental, embarazada y a punto de buscarse problemas en un ámbito que esquiva la peliaguda temática social en el arte, son sólo una disección de lo que padecemos hoy. Hacia el final nos enteramos: se trata de historias verídicas que, lejos de sorprendernos, juzgamos como única salida al conflicto: la vida está siendo contada, pero la realidad no es ninguna escena o es todas las escenas posibles que desbordan al documental.
Nuestra nación es, por la acumulación temporal y espacial de estos dilemas, caldo de cultivo para ese género cinematográfico, como lo es su acontecer disparatado para el periodismo y los medios de comunicación. A este estado de cosas es al que me refiero como “condición cívica”, que sería un subconjunto de la condición humana, capaz de salvarnos de la alienación, la pasividad y el miedo. Pero esa capacidad, entiéndase bien, no está en el conflicto en sí, sino en nuestra actitud para rehuir del ser sinflictivo al que aspiran los sistemas totalitarios y las sociedades cerradas. No es, tampoco, el “estado de sats” —término teatral— que enuncian unos finos politólogos como quintaesencia del asunto, pues la condición cívica requiere la necesidad, más que el deseo, del individuo para actuar fraternalmente sobre su entorno.
Los personajes de Freddys están sentados hasta alcanzar “la silla del culpable”, desde donde, más que contar la vida, exhibirán las culpas que los devuelven a una inocencia primigenia, en la que es inadmisible permanecer callados. Hay que, como pedía el artista alemán Joseph Beuys, mostrar la herida, pero también hay que denunciar, demandar, arrebatar el instante en el que realmente somos, más allá de la foto que nos sacamos en la silla cuando ¿termina? el espectáculo. Los personajes —¿personas?— exigen libertad, comprensión, dignidad, respeto, aceptación, amor, fraternidad, tolerancia, expresión, en un ciclo que podría continuar con los testimonios del público.
Abarrotados los espacios, los espectadores contemplan desde el suelo del proscenio y casi participan de la obra que es, me atrevo a decirlo, una protesta más eficaz que muchas de las convocatorias que nos piden salir a las calles. Allí estábamos, en aquella noche de domingo, varios de los que escribimos para este medio, había rostros que reconocí del 11J y otros del 15N, estaban, palpando el escenario, la madre y el hijo que días atrás decidieron emprender un camino de civismo que ya no pocos cubanos transitan y que, aunque colmado de peligros, merece la pena desandar en pos de darle algún sentido a nuestras vidas.
“La verdad es como el agua presa en una oscura tubería, siempre encontrará la forma de ser luz”, ha dicho el dramaturgo al que una patrulla se llevó enfrente de todos, por el delito de hacernos felices o invitarnos a serlo, en un país cuyos ilegítimos gobernantes descreen de la felicidad. Y si alguien considera que estoy haciendo una lectura demasiado política de la obra, léanse estas páginas como mi propio monólogo, que cuenta la experiencia de un individuo que hace rato llegó a la silla del culpable para ejercer pacientemente su condición cívica, para defender, con la totalidad de su persona, la luz de la verdad.
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