LA PANZA DEL CAIMÁN QUE NOS DEVORA

✍ Mario Ramírez
📷 Nachely Rivero

Podríamos decir que una obra se prueba contra el tiempo, pero ello no alcanzaría a explicar la eficacia de una obra que resiste en un tiempo dificilísimo, como el que le ha tocado vivir desde su estreno en 2013 a “La panza del caimán”, del grupo Teatro del Espacio Interior. No vi la obra en aquel entonces, sino en la excelente versión del noviembre teatral de 2019 en Camagüey, y ahora, que se exhibe durante todo abril, poco más de dos años después, con pandemia, rebelión nacional y la amenaza de una guerra mundial por medio.

En el repertorio del conjunto que dirige Mario Junquera, esta reposición continúa al estreno en 2020 de “Rorschach”, pieza experimental en la que la integridad del personae dramaticae es sacrificada para revelar algo que resulta de mayor interés para el dramaturgo: la personalidad del público que asiste al teatro para escapar del drama de la vida. Si el Ubú rey de Jarry dejaba al descubierto la espiral de su panza, centro de confluencia de todos los egos mediocres, Junquera quiere que observemos como en un test la panza del caimán que nos devora: mucho más grotesca y deleznable, por real.

La realidad misma aparece al comienzo de la pieza en el primer elemento novedoso de esta puesta en escena: una cámara recorre las calles de Camagüey, panza del caimán que es el archipiélago cubano, como un endoscopio que descubre la ciudad enferma por las ruinas del experimento socialista. Pero lo ubuesco ha sido sustituido aquí por el discurso agónico del personaje que encarna maravillosamente el propio Junquera. Farsa en juego, la dialéctica se completa con tres personajes femeninos —antes eran sólo dos— que se relevan en la denuncia sin ambigüedades sobre el proscenio.

Poco a poco, y en sucesivos sketches, el “no hay” cubano se va disolviendo en el imposible total del mínimo que demanda el ser humano para, simplemente, ser. Incluido el anhelo de abandonar la isla, que para la mayoría de sus habitantes resulta un sueño colgado como las maletas que en una coreografía de lujo nos regalan los actores. Maletas que reflejan la corrosión del “homo nacionalis pateticus”, abiertas como una carcajada lúgubre sobre la escena en penumbras.

Totalmente a oscuras, somos interrogados por una luz que no podría decirse salvacional, pero en cuyas preguntas hay lugar para la esperanza. Estamos en la panza del caimán, como Jonás dentro de la ballena, con el único recurso de la fe en la patria para sobreponernos a la oscuridad, o de lo contrario regresar al subsuelo donde se acumulan los zapatos gastados, las sombras de los muertos y los muertos mismos que terminamos siendo en un país sin futuro, donde todo es pasado continuo y trágico.

Los actores del Espacio Interior pues, nos muestran ese lado peor que propone el autoencierro y la autoaniquilación, sin dejar de señalar al culpable de la muerte en vida que por décadas ha asechado al cubano. La ironía, el chiste que se mofa de la desgracia personal y colectiva, la música alegre, no son suficientes para auxiliar a estos héroes nacionales que se debaten en la búsqueda diaria del alimento, demasiado lejos en su estatismo de la dignidad plena del hombre y la mujer. Sombras al comienzo, siluetas de cadáveres al final de la obra, los personajes velan sus propios cuerpos, atrapados en la panza del caimán. ¿Habrá salvación? Desde luego, si nos atenemos al silencio liberador que se adueña de la sala, cuando concluye esta protesta.

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