(Este es el relato del cuarto arresto que vivimos Neife y yo, el primero en el que le hacen sabotaje a mi moto y me golpean, el enésimo del que salgo firme en lo de seguir en Cuba y en el periodismo)
✍️ Henry Constantin
📽️ Colaboración especial
Llegamos a la Plaza de las Trabajadores a las 7:45, casi anocheciendo. Parqueamos la moto en el costado de La Gran Señora, había un boina roja jovencito y enclenque recostado en la esquina de la ACAA (la tienda de la Asociación de Artesanos), alguna gente que cruzaba la plaza en lo que había sido una tarde fresca, bastante agradable. Íbamos con apuro, estaba al empezar la función del Ballet de Camagüey, en el Teatro Principal, para la que unos amigos nos habían sacado entradas. “Dale, aquí, déjame tirarla yo” —le digo a Neife para usar su teléfono en la selfie, el mío tiene la cámara rota. Nos acomodamos un poco, buscando el mejor fondo posible “que no nos salga el Che ese del Correos detrás”, digo, pensando en el rostro del fusilador, metalizado sobre la Empresa de Correos de la entrada de la calle Cisneros, que algún día habrá que zafar y fundir —y yo quiero estar ahí y ayudar a hacerlo.
Después de tres o cuatro intentos, Neife toma el teléfono para escoger la mejor, regresamos a la moto y salimos. Tras la primera cuadra por Padre Valencia hay un par de caballitos —policía motorizada— cerrando el tránsito para la cuadra siguiente, la del Principal, señal de que hay invitados “importantes” en la función de ballet. “No puede seguir en la moto”, me dice uno, joven y delgado. “Es que vamos al ballet, tenemos entradas”, le dice Neife cuando paro, “ah, pero eso tiene que decirlo, tiene que seguir con la moto de mano, y súbase la mascarilla”, me dice. “Y se debe decir por favor”, le rectifico al agente después de subírmela. Él me mira un segundo, pensando qué hacer: “sí, tiene razón, por favor, debe seguir a pie”. Nos bajamos, caminamos lo que falta al teatro y parqueamos la moto frente a la casa cuya familia se dedica al parqueo cuando hay espectáculos en el teatro. El hombre que está a cargo me da la chapilla, le dejamos los cascos —Neife ya se iba con el suyo puesto, como siempre— y seguimos.
Sentado en el teatro, en lo que empezaba Cantata —así se llamaba el ballet—, publiqué la foto que pueden ver en mi perfil de Facebook. La foto, y el texto, que era lo que más iba a molestar —lo sabía yo— a los paranoicos oficiales del MININT. “Estamos aquí, cubano, para recordarte la pobreza de tu salario, la distancia con tus hijos y nietos que han tenido que emigrar para escapar de la miseria, las mentiras y buena vida de quienes desde muy arriba te quieren obligar a marchar por gusto, la frustración de tu vida de mucho trabajo y más sacrificio para no ver ninguna prosperidad… Si no vas a protestar contra todo eso, si no vas a exigir respeto, mejor salario, mejor pensión, libertad económica, sindicatos libres, pensiones decentes, en fin, una vida mejor para todos en Cuba, no marches el primero de mayo”. Eso era todo lo publicado en mi perfil, que llevábamos días conversando Neife y yo.
El inicio del espectáculo estuvo cargado de chealdad burocrática y diversión a la vez: el gobierno municipal de Camagüey iba a darles unos premios a Regina Balaguer —directora del Ballet de Camagüey— y a José Antonio Chávez —coreógrafo— y el encargado de hacer la lectura era un Yurismaikel Sánchez Horta, secretario de la asamblea municipal camagüeyana, un funcionario medio joven con problemas de respiración y lectura, que hacía pausas donde no las había, tomaba aire, leía mal palabras para rectificarlas luego —aquello estaba volviéndose el famoso monólogo de Rabinovich— y que por mal coordinado terminó arrimándosele pélvicamente por detrás, para alegría del público, a la maître Regina Balaguer justo cuando ella hacía sonriente reverencia agradeciendo un diploma recibido. Después de aquella sarta de resoluciones y porcuantos, ramos de flores y pifias, vino por fin el ballet, una obra larga, a ratos impresionante, a ratos no, muy bien llevada por los bailarines, la orquesta y el coro pero con una coreografía mejorable.
Ya fuera del teatro nos entretuvimos saludando y conversando con amistades en la plazuela a la que le desmontaron para robarla —sin que la hayan devuelto hasta ahora— la estatua de una mujer desnuda. Había segurosos alrededor, que se pusieron en guardia sobre todo cuando salieron los “invitados especiales” al primero de mayo en Camagüey al ballet: Jorge Luis Perdomo Di-Lella, exministro de las Comunicaciones y ahora viceprimer ministro gracias a méritos invisibles para los cubanos, y Federico Hernández, el primer secretario del Partido Comunista en la provincia, que nos trajeron desde Granma para que hiciera aquí lo mismo que durante años hizo allá: ¿nada? Ellos se montaron en su guagüita oficial, y se fueron.
El grupo de amigos decidimos buscar un lugar para compartir lo que quedaba de noche. Fui a por la moto, y enseguida veo que está sin aire en la goma delantera. Primera vez en meses que le pasa. El parqueador no me hace ningún comentario, pero días después descubro que todos en su casa estaban bien al tanto de la presencia de los agentes de la Seguridad del Estado, aunque niegan haber presenciado ningún sabotaje de los oficiales a la moto.
Ahí, justo frente al teatro, hay tres individuos, con al menos una moto y la facha inconfundible de agentes de la Seguridad del Estado: uno de ellos con pulóver rojo de algún equipo de fútbol extranjero, otro, cincuentón, con enguatada negra. Se notan a la legua entre la gente vestida para salir de noche que todavía rodea el teatro. Los tipos nos miran con la moto sin aire, pero ni caso les hago, acostumbrado a que los segurosos me reconozcan y miren en lugares públicos. Resignado con el supuesto ponche, se lo digo a Neife, la pongo en primera velocidad y con ella de mano salimos Padre Valencia en contra del tráfico. Doblamos por San Ramón, nos reunimos con los amigos que se habían adelantado, y tomamos por el callejón de Mojarrieta, que da a la Plaza de los Trabajadores. Allí, justo en la señal que prohíbe a los vehículos entrar a la plaza, tratamos de decidir dónde ir. Al instante veo una patrulla cerrar la entrada del callejón, mientras se me acercan los mismos individuos del teatro, acompañados por un policía. Ya sé exactamente todo lo que viene a continuación.
Uno me pide el carné. Se lo doy. Mientras alguno de los presentes filma en secreto —ahí está el video— trato de explicarles a los agentes que tengo la moto aparentemente ponchada y necesito dejarla en un lugar seguro. Me piden el teléfono: prueba de que nada de lo que están haciendo es legal ni heroico, sino muy vergonzoso para ellos. Como se aprecia en el video oculto filmado, nunca se identifican, ni aclaran el motivo de la detención ni el lugar a dónde me llevarán; normal, es un país sin ley. “A un lugar a conversar contigo”, es lo único que dice el del pulóver rojo. Solo el primer suboficial de la PNR con matrícula 18085 está uniformado e identificado al menos con ese numerito. Una situación así, en muchos países y organismos internacionales, es considerada secuestro. Le digo a Neife que se aleje —el instinto de trata de ponerla a salvo, y a la vez, que sea rápida en hacer lo que en esas situaciones toca.
Yo enciendo la moto en primera velocidad y camino con ella y el agente 18085 al lado —nunca tuvo valor de decirme su nombre— a través de la Plaza de los Trabajadores, luego por el medio de la calle Ignacio Agramonte, de ahí por República hasta el parqueo El Sereno. Detrás nos sigue el mismo del pulovercito rojo. La pobreza en que viven estos individuos se nota, primero que todo, en su ropa, evidencia de la irracionalidad con que defienden a un régimen que los usa continuamente pero los mantiene míseros, a la vez.
El otro agente de civil, Fabián —como se le identifica a Neife cuando ella lo interpela— la está deteniendo a ella en esos mismos momentos, en la misma Plaza de los Trabajadores, y también por gusto, solo para evitar —inútilmente— que la noticia de mi arresto sea publicada. Yo dejo la moto parqueada por segunda vez en la noche, y afuera ya está la patrulla 425, con Neife adentro. A nosotros no solo nos une el amor: también la represión. El 18085 repite de vez en cuando “no estás detenido, fíjate que te he tratado bien, con respeto”, como alguien que tiene con la violencia un conflicto interno y sin resolver desde la infancia. Con amabilidad exagerada el chofer le pide a Neife que se corra, porque la puerta derecha de atrás está rota, no se puede abrir, y el carro sale, República abajo. Nos rozamos las manos y terminamos dándonos un beso; no solo la represión nos une: también el amor.
Neife me dice que la detuvieron en la plaza, poco después de irme yo, y que nos llevan a Garrido, como se le dice a la sede de Operaciones de la Seguridad del Estado que está en ese reparto. La patrulla dobló por la rotonda vacía del Casino, enfilándose efectivamente a Garrido. “Se les va a desarmar”, les digo a la policía sintiendo el ruido que hace por detrás. De almohada tengo la mochila de uno de ellos, a saber con qué raquítica merienda para aguantar la tanda de vigilancia que se les avecina el primero de mayo.
¿Qué sentí yo en esos momentos? Tranquilidad, y hasta satisfacción, porque aunque no busco arrestos ni represión excepto cuando siento que debo expresarme o actuar como persona, saber que a más de una decena de colegas y a muchísimos activistas que aprecio les estaban citando, amenazando o reforzando la vigilancia por esos días, me hacía sentir que algo no estábamos haciendo bien. Verme en esa patrulla 425 me hizo respirar aliviado “hice lo correcto, estoy con los valientes y con los que padecen”.
En Garrido, la casona, la famosa Villa María Luisa que un día habitara la familia Loret de Mola, estaba oscura. Algunos autos en el parqueo, cuatro o cinco agentes merodeando ahí, más nada. La patrulla avanzó hasta las construcciones del fondo, donde están los calabozos, pero un agente le dijo al chofer que parqueara junto a la escalera lateral de la casona. Ahí nos bajamos.
En la puerta estaba el agente Maikel, un habitual del Departamento de Enfrentamiento a la Contrarrevolución, presente lo mismo en cordones policiales en los juegos de la Final de la pelota que en procesiones religiosas, en cercos a casas de disidentes o en cinturones de vigilancia alrededor del tribunal en los juicios del 11J, en velorios de opositores y debates sobre la constitución. Es un tipo alto y blanco, de voz medio chillona y al parecer sin muchas luces, pues evade las discusiones intelectuales o políticas que otros agentes sí se animan a desencadenar. Una sola vez se atrevió a discutirme de política cubana en la calle, y terminó arrancando la moto y acelerando con el pretexto de que tenía que trabajar. Él ha cambiado mucho desde la primera vez que me reprimió, hace ya más de cinco años: de ser un tipo delgado, ahora cuesta trabajo definirlo y cada vez que se lo menciono en una detención se ofende y pierde el control. Pero lo que no pierde, evidentemente, es el apetito.
El chofer de la patrulla, primer suboficial 140 nosécuánto, salió de la patrulla y pude verle parte del número, que me repetí en alta voz. El individuo, de unos cuarenta años y delgado, aparentando valor, soltó “¿quieres un lapicero para que te lo anotes en la mano?” “Sí, dale, a ver”, le respondí, pero nunca buscó el lapicero. Al final, tanto anonimato confirma que los que sienten más miedo o vergüenza son ellos.
VIOLENCIA
Pasé a la casa, y en el pasillo del medio, entramos en la primera puerta de la derecha, la única iluminada. A Neife la hicieron quedarse en el pasillo, el agente 18058 entró, también Maikel. Ahí el agente, un hombre de unos 50 años, más gordo que robusto, sin previo aviso ni ninguna palabra ni gesto mío que lo provocara, me agarró por el cuello empujándomelo hacia abajo hasta casi doblarme —sin lograrlo, enseguida me enderecé— todo delante del agente de la Seguridad, Maikel que solo tras este gesto de violencia procedió a decirle “ya, ya”. Me siento en una silla al costado de un buró, y con una mesita de hierro y losa de piso en vez de madera, más un teléfono blanco. El agente gordo 18058 pasa por encima de mis pies, pisando deliberadamente uno, con una media sonrisa. “Tú haces eso, así, porque sabes que estás protegido, que si te respondo, es desacato”, le dije con la misma calma, y me senté en una silla, con los brazos cruzados. El 18058, respirando fuerte, recibió de Maikel un bloc de papel con casillas, con el letrero CONDUCE, y ahí se puso a escribir con letra de molde de estudiante atrasado de primaria mis datos del carné de identidad. Tenía un retrato de Camilo Cienfuegos al frente, a Raúl Castro a la derecha y uno más pequeño de Fidel Castro con la camisa de falso ancianito bueno que se ponía en sus últimos años. Había otras mesas en la oficina aquella. El suboficial 18058 me quedaba de perfil. Entonces vi que toda la camisa le apretaba como si fuera a reventársele, que era regordete y tostado. Además de algún problema respiratorio o del corazón, este hombre no veía bien: “¿cuál es tu dirección?” pregunta. “No te la voy a decir”, le respondí, mirándolo a los ojitos negros y a la pistola en su lado izquierdo “y me puedes dar un tiro si quieres, o dar con la tonfa o torturar, no te voy a responder, léela ahí en el carné”. El tipo, mirándome fijo, se sonrió, pegó más los ojos al carné, y siguió escribiendo sin decir más nada. Yo seguí, sin levantar la voz “¿tú te crees valiente por golpear aquí, con uniforme y rodeado de los tuyos? Eso no es nada valiente. A ti te falta mucho para eso”. Como no veía a Neife por la puerta del pasillo oscuro, la llamé: estaba en una habitación del otro lado.
Cuando el 18058 terminó el conduce —documento que es como su comprobante de arresto— me da a firmar las dos copias ingenuamente, a mí, que nunca les firmo nada. Además de mis datos, el papel traía un par de errores. “Motivo del arresto: elemento contrarrevolucionario”, lo cual no era un motivo, sino una valoración, pero en fin, esa gramática no les llega a ellos. El otro error era el lugar de la detención. “Parque Agramonte”, un sitio a cuatro cuadras del verdadero lugar. Se lo dije. “Yo sé que no fue ahí, yo lo sé”, dijo el 18058, le entregó un papel a Maikel, que apareció en ese momento y se retiró agregando “un día te voy a buscar con ropa de civil”. Lo espero, con cámara.
Maikel me escoltó entonces de regreso por el pasillo, pero doblamos a la izquierda, a otra oficina iluminada, en la que estaban desplegados en sillas y mesas Fabián y el del pulovercito rojo de fútbol —más un uniformado joven, de piel negra, al que reconocí enseguida. “Forrester Maceo —no me acordaba de su nombre, Dainier— de nuevo nos vemos, caramba. ¡Y te veo estancado en el mismo grado desde la última vez!”, le dije con relajada sorna, fijándome en la barra doblada de teniente en su hombro. “Poco a poco, poco a poco”, me respondió él. Sin que nadie me dijera nada, me senté en una de las dos sillas frente a Forrester, sabiendo que ahora me tocaba la fase del instructor penal, el individuo al que asignan la tarea de llevar el papeleo de cualquier acusación, y que suele ser mucho más fácil de identificar porque siempre aparece de uniforme, y su grado, nombre y apellidos quedan recogidos en los documentos que él —o ella— llenan y le muestran a la persona molestada, para que los firme.
A Forrester era la segunda vez que lo veía. El 23 de agosto pasado, él fue el asignado para acompañar a la anónima fiscal que nos informó, a Neife y a mí, que la acusación de desorden público contra nosotros, por intentar participar en las protestas del 11 de julio, se terminaba con una multa de 1000 pesos. Ahora, Forrester inició con el típico “Tú sabes por qué estás aquí, no?” “No, no sé, explícame”, y de ahí, empezamos un debate sobre mi post de Facebook contra el desfile del primero de mayo, porque él consideraba que incitar a la población a no participar era ilegal, y yo que no, que lo ilegal era tenerme ahí y no proceder contra el agente que me había golpeado. Le repetí a Forrester que la situación del país era un desastre, que todo el mundo quería irse y que yo solo había dicho lo que pensaba y lo que sentía la gente. “Pero si no te gusta el país, ¿por qué no te vas?”, se atrevió a decirme él. Yo no sé cuántas veces he oído este disparate en las redes y en la vida real, pero me siento muy bien respondiendo siempre lo que le dije a Forrester: “es que a mí me gusta el país, lo que no me gusta es el gobierno”, a lo que le agregué algo de su propia religión: “Cuando a Fidel Castro le desagradó Batista, ¿se fue del país o se quedó a enfrentar lo que no le gustaba? ¿Cómo tú me vas a recomendar lo contrario de lo que te enseñan a ti que debe hacerse?”. Dicho esto, me cambió de tema, sin responder.
“Tu publicación incurre en varios delitos. Tú estabas tranquilo, aunque sabemos que te mantienes en las redes, pero un día eso se va a terminar. ¿Tú has estado en Cerámica?”.
“Nunca, pero no tengo ningún problema con estar. Yo puedo con eso”.
“¿Cuántos hijos tú tienes?”, le pregunté. “¿Tu salario te alcanza para vivir bien?” “No me hace falta, yo estoy bien con lo que tengo”. “Eso no te lo crees ni tú mismo”. Fabián interrumpió para decirme que me podían acusar por desobediencia, ya que estaba gesticulando. “Entonces digan lo que les dé la gana, total”, y me crucé de brazos.
Después de que Forrester cayera rápidamente en otros lugares comunes de estas situaciones, y me leyera en la pantalla de una computadora el acta de advertencia —ya tengo unas cuantas— que empezaba criticando el post de Facebook y terminaba hablando del temor a las redes sociales, Estados Unidos y la rebelión de los cubanos, pero en lenguaje del PCC, y me advirtiera de procesarme por desobediencia, desacato, instigación a delinquir y manifestación ilícita, Maikel intervino para aclararme que “tu barrio va a ser el más seguro de Camagüey mañana, vamos a poner una patrulla por si sales, nosotros vamos a estar ahí, hasta las 12 del mediodía no puedes salir”.
FINAL
Recogí los cascos de la moto ausente y salimos al pasillo. Maikel, Fabián y el otro se terminaban de poner de acuerdo. Maikel les decía que tenía que llevar a una tal Diana, antes de escoltarme y hacer algo más. A Neife —con la que no habían hablado— la hicieron salir de la oficina donde estaba, bajamos al parqueo y entramos a la patrulla 425. La noche estaba muy fresca, y la puerta derecha de la patrulla siguió rota, sin abrir. Neife y yo nos quedamos sentados atrás, mirando la arquitectura de la casona, que todavía conserva la majestuosidad y algo del arte con que la construyeron, y divirtiéndonos con la paranoica trasmisión de mensajes por la radio de la patrulla, el más asombroso, el de un agente que reportaba la detención de una persona porque “estaba rallando un mango contra un poste de la parada de la Escuela de Ballet”. Neife y yo nos reímos. Cuando terminó aquel disparate, Maikel regresó, la patrulla salió detrás de la moto de él y de Fabián, hasta nuestra casa en La Vigía. La 425 es una patrulla en la que no recomiendo montar: tiene algo muy roto detrás del asiento trasero, que siguió vibrando terriblemente y en las calles adoquinadas del centro de Camagüey, es ensordecedor. Pobres policías. Eran cerca de las 12 de la madrugada cuando llegamos a la casa. En la esquina, sentado, el anciano vigilante de gorra roja y perrito, cogiendo sereno. La muchacha que vive casi enfrente —nuera de una señora difunta que vigiló mi casa durante años— sentada en el quicio de su puerta. La 425 parqueó a veinte metros, bajamos por la única puerta útil del carro, cruzamos, me devolvió el teléfono que tras mis detenciones siempre se guarda el bolsillo delantero del suéter, abrí la puerta y Neife y yo entramos a la casa. Cuando cerré la reja, Maikel, afuera, recordó: “Y mañana no salgas a nada”. Justo lo que pensaba hacer yo, como he hecho en cada domingo de desfile del primero de mayo desde hace más de 15 años.
✅ Síguenos en Twitter (@LaHoradeCuba20), Instagram (lahoradecuba) y en nuestros canales de Telegram y YouTube (La Hora de Cuba).