
✍️ Mario Ramírez
📷 Facebook/ Alejo Rodríguez
Por estos días, en varias funciones electrizantes en Camagüey, Teatro del Viento rescata una obra fundamental de la dramaturgia cubana contemporánea: Huevos, de Ulises Rodríguez Febles. El público camagüeyano, verdadero adicto a las obras de este grupo teatral, ya había tenido un adelanto meses atrás de esta nueva puesta en escena, cuando las puertas del teatro se abrieron a una lectura pública de la que el propio Rodríguez Febles dijo haberle cambiado la vida. Y no fue el único, a muchas personas, de las muchas que repletaron el teatro Avellaneda los días 23, 24 y 25 de este mes, les cambió la vida.
En gran medida, el responsable de esta operación no es otro que Freddys Núñez Estenoz, director del magnífico colectivo de actores que prestigia a la ciudad agramontina. Confieso que, antes de ir al teatro este domingo, tenía mis reticencias sobre una obra que tocaba por enésima vez el tema de la emigración cubana y su lamentable corolario: los actos de repudio en los que prosélitos del régimen despedían a los emigrantes lanzándoles, entre consignas y pancartas ofensivas, huevos. Hay que aplaudir, con el ímpetu del público al final de cada representación, la osadía de Núñez Estenoz al remover un tema trillado por el cine y la literatura de la isla, para sacarle tantas luces y sombras no necesariamente desconocidas, pero sí profundamente dolorosas.
El teatro regresa a sus orígenes cívicos. El siglo XX, sobre todo para los que habitamos, inmóviles, países en los que no abundan las representaciones teatrales, nos dejó esa errada saeta doble: el teatro leído en —y escrito para— libros y el teatro vanguardista, ultravanguardista y postmoderno, que intentó, por un exorcismo válido pero no siempre acertado, cambiar las relaciones entre la escena y los espectadores, emborronando la línea del proscenio y perniciosamente, también, la de la realidad. Teatro del Viento es tan buen hijo de este último como del primero y, como todo buen hijo, se ha rebelado contra los padres superando sus errores, extendiendo sus cotas de creación, sanando la herida abierta de la que los teatristas del XX, en mayor medida después de las guerras mundiales, parecen manar, sin encontrar y en los más de los casos sin proponer curación alguna.
Romper la cuarta pared no es problema para los del Viento, pero llevar a cabo una anagnórisis que desenmascara a los personajes y nos pone delante a la persona real, mientras nos convertimos, por inversión, en personajes, he allí la materia poética, vívida, de este grupo. Los exégetas de Huevos tendrán que revisar esta nueva lectura de la obra, que mantiene intacto el conflicto al tiempo que horada la piel del libreto hasta el desollamiento sobre escena. La familia de Oscar, vilipendiada por salir del país en una atmósfera de “efervescencia revolucionaria”, ya no será sometida a otro acto de repudio, pues los actores, y no sus máscaras, han decidido abstenerse, limpiar sus rostros envilecidos con la sustancia de los huevos, participar del desagravio que efectúan —no sólo en sus mentes— los espectadores.
El estilo de Núñez Estenoz, clásico en el sentido más estricto del término, nos ofrece un artilugio memorable: un coro de cinco voces femeninas provistas de guitarra y flauta, con el poder de conducir la historia y fungir como juezas de la moralidad actuada. La armonía no llega a ser grotesca, pero los estásimos de estas coristas gritan verdades que traspasan la escena. El parecido con la realidad es tal que, en ocasiones, se escucharon las reacciones de varios asistentes, esgrimiendo consignas antisistema o respondiendo, como si de un debate político se tratara, las preguntas del coro. Estas “válvulas de escape”, como las calificó en una necesaria acotación Freddys, son un resultado nada deleznable para cualquier teatrista. Díganlo el Shakespeare que se batía con el público eufórico de El Globo, o los testigos del Villanueva, en el histórico Perro huevero, aunque le quemen el hocico.
Afortunadamente, ningún mecanismo mágico anula el éxodo, parte final de la tragedia en la que el coro desaparece, para disolver el éxodo en el que se basa el conflicto. Juego formal e ironía, vencidos por el contexto de la historia y las ansias compartidas en el auditorio. Por demasiado tiempo en Cuba ha operado un simbolismo enquistador de ideologías y nuestro imaginario es un espejo de falsedades que nunca nos refleja. Aparece, entonces, lo real: “las paredes aún están manchadas” por los huevos del oprobio, los actos de repudio se repiten cuando “todo permanece intacto”, “está prohibido olvidar” en el país donde la memoria te muerde como un perro. Los actores, sin embargo, piden perdón en lugar de los culpables, asumen las culpas de una sociedad a la que quieren sanar con su intervención profética, cívica. No hay cota más alta para el arte verdadero.
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